Este objetivo no era fácil de cumplir dado que más de 7000 kilómetros separan a estas dos ciudades y teniendo en cuenta la tecnología aeronáutica de principios del milenio pasado hicieron de esta tarea un desafío no menos que imperial. Pero los británicos no se dejaron disuadir por la dificultad, y la ruta de vuelo semanal fue la siguiente: Las damas y caballeros subirían a un avión en Londres con destino a París. De allí otro avión hacia Bríndisi al sur de Italia donde los pasajeros serían transportados en bote para abordar un hidroavión el cual después de varias horas de viaje aterrizaría en el magnífico aeropuerto internacional de Tiberíades, es decir, el Mar de Galilea, el Kineret.
Cansados del viaje, los pasajeros pasarían la noche en el lujoso Hotel Tiberias, el único de esa época en toda la zona con agua corriente, para el día siguiente, frescos de la noche de sueño, subir a una diligencia destartalada que los llevaría unos kilómetros al aeropuerto militar británico en la orilla sur del Mar de Galilea y de allí un avión de cuatro motores los esperaría pacientemente para llevarlos a Bagdad, y de allí a Karachi, al sur de Pakistán y de allí a Bombay en India.