
“Shivá” es una costumbre judía según la cual los sabios rabinos judíos establecieron, basándose en un versículo del libro de Job, en el mismo relatan que sus amigos vinieron a consolarle por sus desgracias y se sentaron en silencio por siete días y siete noches, que cuando se muere un pariente de primer grado como padres, hijos, esposa o esposo, debes sentarte (“Shivá” significa siete en hebreo) por siete días en el suelo de la casa del difunto o en la tuya en señal de duelo recibiendo a aquellos que vienen a consolarte, obviamente como no podía ser en un evento judío se morfa comida a rolete como si fuese una boda.
Dietas y judaísmo no van nunca acompañados, a tal punto que como yo no sé ni hacer un café, le dije a mi compañera de vida que si se le ocurre irse antes que yo de este mundo deje unos días antes el freezer lleno porque si no los que vengan a consolarme se van a comer los piojos. Además de esto, en las shivot judías no se llora; es más, por lo general están todos cagándose de risa contando anécdotas cómicas y desopilantes del fallecido. En fin, Pueblo raro de dura cerviz el mío, pero les aseguro que las shivot son la mejor catarsis psicológica que te ayuda a sobreponerte al duelo. Primeros auxilios judíos yo lo llamo: charla, bromas y comida.
Hace cuatro años partió mi madre al más allá y en el segundo día de su Shivá apareció el nuevo director de la escuela en la que trabajaba a darme el pésame. Un tipo detestable, asqueroso, insoportable que seguramente pensaba lo mismo el de mí. Llamémosle Amos, para no despertar la perdiz, un nombre falso adrede.
Amos había servido como piloto de guerra en la Fuerza Aérea Israelí, típico comandante de flotas de aviones bombarderos que cuando se retiró sin tener título alguno en educación y, por el solo hecho de ser un héroe de guerra, fue nombrado director de una escuela secundaria importante en una ciudad del centro del país, hecho que le sirvió como catapulta política para llegar a ser, al final de cuentas, alcalde de la misma por unos años hasta que hace seis años perdió las elecciones municipales y aburrido de la vida, vino a joderme la mía al colegio periferal donde yo trabajaba.
Aún no entendía ni jota de pedagogía ni de didáctica ni de currículo, pero se creía, como todos los pilotos y aviadores, el más vivo de la cuadra, el que se las sabe todas, haciendo cagada tras cagada en sus directivas ilógicas y estúpidas. Llegué a increparlo al fanfarrón diciéndole: “a mí no me digas que hacer Amos, yo no piloteo aviones, vos no te metas en mi laburo”. El tipo acostumbrado a mandonear como todo milico aviador, se la tenía que comer doblada. No le quedaba otra.
Ese día vino correctamente a darme el pésame, y hete aquí que justo en el medio de la charla en la cual le detallaba los pormenores de la muerte de mi mamá, aparecieron de repente en la puerta de mi departamento dos muchachones robustos, enormes como Goliat, y barbudos y peludos como gorilas. Ni idea quienes eran. Ellos me recordaron que hacía una década habían sido mis alumnos en otra escuela y al enterarse por Facebook que yo estaba sentado en Shivá decidieron venir a darme el pésame.
Uno de ellos dijo: “la verdad vos sos mi moré mítico, no hubo otro como vos” mientras que el otro asentía, “pero la verdad no me acuerdo nada de Tanaj, no tengo claro si Isaac fue hijo de Abraham o padre de él, ni si Salomón era hijo de David o viceversa”. Yo me quería morir o al menos cortarme un testículo, justo mandarme así al frente sin anestesia, delante de mi nuevo director que era un reverendo turro buscándome el pelo en la leche para poder reclamarme.
El pibe siguió hablando y dijo que ciertamente no se acordaba nada del Tanaj pero que me admiraba porque conmigo además de reírse a carcajadas con mis chistes en las clases había aprendido a pensar y a ser crítico. Dijo una frase increíble, dijo: “con vos aprendí que el texto no es así como está, que atrás del mismo hay un subtexto y textos alternativos que se pueden ver si uno escudriña e investiga con la cabeza abierta. Aprendí a no ser dogmático, a ver las cosas desde otras perspectivas, a pensar fuera de la caja convencional”.
Yo me dije a mi mismo mientras miraba los ojos desorbitados de Amos, que no podía soportar tantas alabanzas y loas, mordiéndose los nervios de envidia y de no haberme podido joder, que si no creía en Dios era hora de empezar, tanta casualidad no podía ser sólo azar.
En fin, desde ese día, aunque seguimos odiándonos mutuamente como corresponde entre buenos judíos, empezó a valorarme y no me jodió más con sus imbéciles directivas dándome carta libre para hacer lo que se me cante.
Eso es lo que se dice, que el que «siembra, cosecha».
Huellas en Israel le da la bienvenida al querido Profesor Isi Wolff que nos deleitará todas las semanas con un articulo sobre judaísmo y sus fuentes.
Él reside en Jerusalén y es Licenciado en Historia Judía y Tanaj en la Universidad Hebrea de Jerusalén y en Estudios Judaicos en el Instituto Schejter Estudios Judaicos, J.T.S.